miércoles, 30 de septiembre de 2015

Secretos

 


      El secreto del libro de Kells trata del empeño continuado, y difícil, de unos monjes irlandeses por acabar los dibujos de un manuscrito allá por el año 800, y de lo que acontece fuera del scriptorium mientras quieren darles término. La película es bonita, tiene unos diseños curiosos, pero su argumento me produce extrañeza. Tal vez porque intenta contarme una historia antigua, pero yo no dejo de ver en ella un relato de hoy. 

      La fábula gira en torno a unos monjes medievales, de los que se silencia, curiosamente, su condición cristiana. Salvo por el símbolo de la cruz, incidental, y unas pocas palabras esenciales como hermano o abadía, no presenta motivos que indiquen la razón vital de aquellos hombres. ¿Cómo es esto posible, si la vida monástica europea encontraba allí su fundamento? La omisión es deliberada. ¿Por qué? Ya lo comentamos*: se prefiere que los personajes tengan motivaciones imprecisas, porque facilitan la empatía, la conexión con el público. Este tipo de lógica, de base monetaria, no admite que unos principios religiosos, cristianos o no, constituyan el argumento de una persona. Así, la alternativa personal que ofrece El secreto del libro de Kells es la misma que La guerra de las galaxias: misticismo en vez de religión. Si bien la suya es, de acuerdo con los tiempos, una mística de corte ecologista, que encuentra sus raíces en los mitos celtas irlandeses. 

     La comunión íntima con la Naturaleza puede salvar a una humanidad triste y asustada, material y espiritualmente empobrecida, pero para obtenerla hay que retomar una visión celta de las cosas, nos dicen. Si esta percepción mítica no tuviera, como tiene, el paso expedito, sin oponentes teóricos, se estimaría el precio que hay que pagar por ella: el de renunciar a la innovación monoteísta. La película proyecta, en cambio, la mejor luz posible sobre esta conexión de los celtas con la Naturaleza. El vínculo se establece de forma fácil y agradable —no hay en él motivos oscuros, ni dramáticas convenciones antiguas como los sacrificios humanos (claro, eso ya sería liturgia, religión; aparte asustaría a los niños) que lo desaconsejen. La única amenaza que nos presenta es una abstracta serpiente, tan conceptual en su planteamiento que no se entiende bien qué pinta ahí. Sirve, eso sí, para dar idea de que hay otros aspectos del mito, menos amables, que no se quieren tratar. En cualquier caso la tendencia ecologista no es la única concesión al sentimiento actual en la película. 

      Los monjes hablan de la importancia del libro, pero sólo aluden a lo escrito con un genérico "sagrado", de modo que los dibujos que lo adornan son su mayor mérito, y en la práctica también su único valor. (El Libro de Kells original reunía los cuatro Evangelios canónicos). Esto vacía de contenido a la obra artística casi por completo, y el problema es tan evidente que los guionistas no tienen más remedio que compensarlo: el manuscrito adquirirá su verdadero valor si abandona el monasterio, si se lleva a la gente común, nos anuncian. La propuesta, que parece razonable desde una óptica moderna (¡dichosos monjes! —se dirá— ¡guardándose para ellos la cultura!), en realidad es una tontería. Se insinúa aquí la necesidad de democratizar el arte, pero el anacronismo se revela en cuanto uno se sitúa mentalmente en la Europa del siglo IX. ¿Qué bien podía hacerle a una gente analfabeta, a menudo necesitada, un manuscrito iluminado? Si a la película le preocupara de verdad la gente, demostraría la inutilidad del libro en tanto objeto, y exploraría los principios que contiene como un posible medio de mejora. Pero no va por ahí, ni quiere. 

      Es así que encuentro en El secreto del libro de Kells una historia actual, no de entonces. Por la manera en que evita el hecho religioso. Por querer remediarlo con una vaga inclinación ecologista, que idealiza el contacto antiguo con la Naturaleza. Por incluir desplazadas nociones democráticas. Y siempre con la idea de obtener el mayor rendimiento en taquilla. Es una lástima, porque con un planteamiento más limpio podrían haberle sacado partido a estos dibujos diferentes.


* http://www.lavidaotra.blogspot.com.es/2014/04/de-la-moralidad-de-hollywood.html

sábado, 26 de septiembre de 2015

Turno de preguntas




      Jeremy Corbyn, el nuevo líder laborista, iba a terminar su turno de preguntas en los Comunes, y ya se preparaba para interpelar al Primer Ministro Cameron el siguiente parlamentario, Andrew Turner, de la Isla de Wight. Para este representante del sur de Inglaterra era la hora de reivindicarse, porque la novedad de Corbyn había atraído la atención del país al Parlamento. Cameron daba la réplica a Corbyn; en unos momentos Turner aprovecharía la coyuntura para llamar la atención del Primer Ministro —y del Reino Unido— sobre un asunto de particular alcance.

Andrew Turner: El zoo de la Isla de Wight está teniendo problemas importando un tigre. La trataron con crueldad en un circo y lleva en aislamiento casi dos años, aunque en Bélgica la rabia ya ha desaparecido por completo. ¿Puede mi muy honorable amigo asistir en la superación de este bloqueo burocrático?

Primer Ministro: Sin duda haré todo lo posible por ayudar a mi [le interrumpen].

Portavoz de la Cámara: Orden. Quiero saber más del tigre.

Primer Ministro: Por supuesto que quiero saber más del tigre, y ayudaremos a la gente de la Agencia de Sanidad Animal y Vegetal, dentro del Departamento de Medio Ambiente, Alimentos y Asuntos Rurales, que son los que se ocupan del asunto. Yo en mi circunscripción tuve un caso igual, cuando el Parque de Fauna Salvaje Cotswold quiso traer un rinoceronte. Yo intervine, y estoy encantado de decir que el Parque Cotswold le dio al rinoceronte el nombre de Nancy, en honor a mi hija. Nancy ha estado criando desde que llegó a Burford, y yo espero que el tigre se muestre igual de eficaz.

      ¿Qué habíamos escuchado? ¿Era este un intento de los conservadores de romper con el tono que Corbyn, sereno y combativo, había impuesto al debate? Quizás. Aunque, por otra lado, tal vez no fuese más que una manera de evitarle problemas al líder del propio partido. También, ¿por qué no?, el parlamentario pudo preguntar lo que en conciencia creyó más oportuno. Lo que estaba claro era que Internet no tendría piedad con él, por eludir entonces asuntos como —alguien lo decía ya en una red social— el transporte o el desempleo. 

     Yo, como espectador de una realidad ajena, prefiero señalar el asombro que sentí al ver la forma en que se desarrolló el diálogo: la seriedad de la pregunta de Turner, la intención traviesa del Portavoz, la alegría confusa del Parlamento, finalmente la respuesta del Primer Ministro subrayando con inteligencia la comicidad del momento. Esta situación me hizo pensar, antes de volver a centrarme en el debate, que nuestra política podría ser menos insípida, más ingeniosa y vivaz de lo que aparenta; y que no por ello tendría que abandonar sus trucos, si se hiciera como hacen los británicos.