domingo, 12 de junio de 2016

Detalles


El texto anterior sigue la edición de Recuerdos de un anciano publicada por Espasa-Calpe en 1951. El capítulo está entero salvo por unas notas a pie de página del autor, de no mucha importancia, que he omitido para no entorpecer la lectura. Tanto la división del relato como las imágenes que lo acompañan son cosa mía. A propósito de las mismas, la primera es una vista del puerto de Cádiz del siglo XVIII, realizada por un anónimo holandés. La segunda es una representación de la batalla por Rafael Monleón, firmada en 1870, no mucho después de que Alcalá Galiano escribiera sus recuerdos; puede verse en el Museo Naval de Madrid. La última es una imagen de una bandera del navío San Ildefonso, capturado en Trafalgar por los ingleses; esta se guarda —sin exhibirse— en el Museo Marítimo de Londres. Espero que las imágenes hayan animado a la lectura de este texto histórico.


jueves, 9 de junio de 2016

III. Despojos de la batalla




     Veíanse espectáculos horribles, sabíanse rasgos de valor y sufrimiento en el padecer, y también heroicas impaciencias en los que, víctimas del recién terminado combate, venían, o a perder al cabo la vida de resultas de sus heridas, o a recobrar la salud después de una cura penosa. Llegó entre otros el guardia marina llamado don N. Briones, de quien se contaba que, habiéndole llevado el pie una bala, pero dejándosele unido a lo restante de la pierna por un tendoncillo o nervio, como le hubiese dicho a un marinero que le llevase a curarse, y no se viese obedecido pronto, con la mano acabó de desprenderse del pie dando un tirón, y arrojó el miembro perdido a la cara del marinero mal obediente, quedando vivo después de tal acto, pero no por largo tiempo, pues murió recién llegado a Cádiz. Mejor suerte cupo al capitán de fragata Somoza, segundo comandante del navío Montañés, y cuya herida era de lo más singular posible, pues una bala, pasándole de refilón por el vientre, le había llevado toda la parte carnosa con la piel exterior, y dejándole sana una película de las que cubren los intestinos, casi transparente, lo cual no estorbó que conservase la vida hasta convalecer del todo, siendo curado en el hospital, adonde quiso ir, desechando numerosas ofertas de señoras y caballeros que pretendían llevársele a sus casas. Gravina padeció largo tiempo, y aun acaso, si se hubiese amputado el brazo herido, no habría muerto; pero, por culpa suya o ajena, no fué llevada a efecto la operación de muchos aconsejada. Salvó a Valdés el arrojo de un oficial subalterno o guardia marina, pues habiendo quedado abandonado sin conocimiento en el navío a su mando, próximo a perderse en la costa, como de hecho se perdió, y no habiendo quien se atreviese a ir a bordo del buque puesto en peligro, alrededor del cual hervía la mar embravecida, logró el animoso joven persuadir a unos pocos valientes marineros a que le siguiesen, y, favorecido por la suerte, llegó al navío y sacó de él al digno comandante, quien llegado con felicidad a Cádiz, y trasladado a casa de unas señoras, sus amigas, cuando volvió en sí se encontró libre de peligro, y vivió después largos años para contraer nuevos méritos y pasar nuevos trabajos, siendo notable ejemplo de los vaivenes de la fortuna. Dolores hubo y desdichas menos conocidos, aunque no de menos lástima, pero quedaron ocultos entre las tinieblas en que suelen hechos notables ser desde luego envueltos y seguir siempre ignorados.
     En cuanto a mí, pues forzoso me es hablar de mí en estos recuerdos, el día 22, recién aparecidos delante de Cádiz los navíos que bien merecen ser dichos despojos del combate, traté de restituirme a Chiclana a dar a mi madre algún consuelo en sus congojas y dudas, que todavía no eran, como dejo dicho, dolor por una pérdida temida sólo, pero no conocida. Difícil nos era el viaje, porque por agua no consentía el tiempo hacerle, y por tierra faltaban medios de ponerse en camino, estando embargado todo carruaje. Vencí este inconveniente yendo yo a ver a Solano, el cual me distinguía notablemente, y que además hubo de tomar en consideración las circunstancias en que me hallaba concediéndome un calesín, y pasé a Chiclana por tierra; pero siendo a la sazón el camino que lleva a aquel lindo pueblecito, desde el de la isla de León, largo y malísimo, hicimos harto incómoda jornada, calándonos el agua, azotándonos el viento en el desabrigado vehículo, traqueteándonos horriblemente el movimiento, amenazados mil veces de volcar, y agregándose estas incomodidades a la agitación mental, bien que para distraer en parte el ánimo de la pena o del cuidado.
     No teniendo noticias en Chiclana, resolvimos venir a Cádiz a buscarlas. Seguía, como no suele suceder, aun sin intermisión, o con algunas breves en duración y no grandes en fuerzas, la borrasca. Hicimos el viaje en un coche bastante cómodo; pero salidos de la isla de León, y pasada Torregorda, al acercarnos a Cádiz, presenciamos un espectáculo espantoso. Estando la marea baja, echamos por la playa. Pero aquel camino siempre cómodo dejaba de serlo, porque lo cubrían a cada paso despojos de naves, pedazos de jarcias, de arboladura, aun de cascos de buques, y con particularidad de botes, no faltando entre ellos de trecho en trecho algún cadáver, todo lo cual arrojaban a la tierra las olas encrespadas, que sin amansar su furia seguían apareciendo en el mar a modo de montes y estrellándose con ímpetu y tremendo ruido en la arena. Cerraba los ojos mi afligida madre como temerosa de encontrar entre los muertos el cuerpo de la persona querida, cuya pérdida, si no era para nosotros cierta, estaba muy dentro de los límites de lo probable.
     Una vez en Cádiz, la incertidumbre seguía. Pero no es de la de mi familia y persona de la que me toca ahora aquí hablar, o a lo menos no de la que debo tratar, sino como de una parte accesoria de la situación de las cosas. En efecto, no mejorando el tiempo, casi todos los buques escapados del combate fueron a dar en la costa. Uno francés se fue a pique a la boca del puerto, pereciendo todos cuantos le tripulaban. A otro, que estaba anclado fuera, tuvo la osadía de acercarse un navío inglés hasta dispararle una andanada, a que él respondió con otra, pero con poco efecto por ambas partes, retirándose el agresor por respeto a la artillería de la plaza que comenzó a disparar, protegiendo a nuestro aliado en su apuro. De los diecisiete navíos que habían arriado bandera al terminar el combate, la mayor parte, corriendo varias fortunas en pocos días, a pocas horas, ya volvían a ser de su nación, sublevada la tripulación contra los pocos ingleses que marinaban el buque, ya recaían en poder de los que le habían ganado y ocupado, ya iban a perderse en la costa. Fué de los más afortunados el navío Santa Ana, de tres puentes, que ya rendido, combatiéndole el mar y el viento, hubo de entrarse en Cádiz, cayendo prisioneros los ingleses ya dueños de él y rescatándose el teniente general don Ignacio de Álava, que en él estaba y venía herido. Así poco a poco iban llegando noticias de casos particulares. Hubo también algún parlamento, siendo recibidos en Cádiz los oficiales parlamentarios con cortesía y hospedándose en casa de Mr. James Duff (llamado en Cádiz don Diego Duff), cónsul que había sido de su nación en la misma plaza, muy querido y respetado allí, y que seguía haciendo parte del oficio de cónsul, y llevaba el nombre de serlo en boca de lo común de las gentes, no obstante el estado de guerra. De un parlamento fué objeto el reclamar los ingleses como su prisionero a Álava, porque lo había sido por dos o tres días; pero su pretensión fué desatendida, como debía serlo, pues el favor de la suerte le había traído la libertad. A la casa de Duff era común acudir a averiguar el paradero de una u otra persona de las de la escuadra, cuyo fin o existencia eran aún ignorados; pero poco o nada se averiguaba, no cuidándose los ingleses de otras vidas que las de los suyos, y en quienes el dolor por la pérdida de la de Nelson no dejaba lugar a otros dolores.
      El 31, según más arriba dejo dicho, cesaron mis dudas y las de mi familia, poniéndoles término el dolor más vivo y acerbo, dolor no para contado a indiferentes, y del que basta hacer esta leve mención, quizá, aun así, inoportuna.
      Como todo pasa en el mundo, pasó la imagen de los sucesos que aquí acabo de recordar, yendo borrándose poco a poco de la memoria. Por lo pronto dió motivo a los poetas para sentidos cantos, de ellos algunos de gran valor, pues que aun bastante conservan. La sombra de Nelson, obra de Moratín, hasta ha desaparecido de las más de las colecciones de sus obras, no tanto por el vicio de oscuridad que la afea, pero el cual está rescatado por grandísimas perfecciones, cuanto por las adulaciones en él prodigadas, no sólo a Napoleón, sino al Príncipe de la Paz, a quienes prometen triunfos navales que no vinieron ni era de esperar que viniesen. La oda de Quintanta vive con gloria; y si no con tanta, no ha muerto una de Arriaza.
      También el púlpito, en oraciones fúnebres, ensalzó las glorias de aquel día. Se distinguió entre los sermones con esta ocasión predicados uno que corrió impreso y aplaudido, pronunciado en El Ferrol por el señor Varela, célebre después, siendo comisario de Cruzada, como aficionado y protector de las letras y de las artes.
     La guerra a Napoleón en defensa y sustento de nuestra independencia y gloria, como llena de grandísimos acontecimientos, oscureció la de un período más antiguo. Además, a la moribunda Marina fué no menos funesta la paz y alianza con Inglaterra que lo había sido la imprudente y poco feliz guerra sustentada contra aquel Gobierno. Porque, siendo forzoso atender a lo presente y no más, convertida la atención a los ejércitos, y pareciendo como inútil la Marina de guerra, perecieron carcomidos los navíos, y no se pensó en sustituirlos con otros.
      Hoy ha cesado esta situación, y va resucitando, o aun puede decirse ha resucitado, nuestra Marina de guerra. Aun las reliquias vivas de Trafalgar no han sido olvidadas, y al cabo de cincuenta y seis años sus servicios han tenido una remuneración, si no grande, sin duda decente, y lo que vale más, honrosa. Y si los sucesivos Gobiernos atienden a este ramo del servicio público, la opinión general en este punto los ayuda y estimula.

martes, 7 de junio de 2016

II. Combate a la vista


  
  
     Ajeno yo de toda zozobra, iba paseándome por el lindo campo de Chiclana hacia el mediodía del 20 de octubre, cuando un hombre del pueblo, encontrándome, y saludándome con la cortesía entonces usada fuera de poblado, y queriendo entrar conmigo en conversación, cosa no rara en la franqueza española, me preguntó si no iba al altillo de Santa Ana a ver salir la escuadra. Sorprendióme la noticia, y puse en duda su certeza, pero se ratificó en su dicho quien me la había dado, afirmando que decía lo que había visto. Corrí entonces desalado a la altura, y vi el espectáculo bello para considerado en otras circunstancias, pero en aquéllas dolorosísimo para mí y aun para personas menos interesadas en la suerte de aquellos marinos: el mar poblado de numerosos buques de gran porte, navegando a toda vela, ciñendo el viento, largas las banderas y en ademán de ir a provocar al enemigo.
     Volví apresurado a mi casa, di la fatal noticia, y no estando mi madre para moverse, determinó que con una hermana suya, soltera, y que siempre vivió a su lado, y después al mío hasta morir en edad muy avanzada, pasase yo a Cádiz a averiguar noticias y cuidar de nuestra casa, dejada, por la súbita e inesperada partida de mi padre, en completo abandono.
      Emprendí, pues, mi viaje, que fué por tierra, en un calesín a uso de aquel tiempo. Al atravesar el arrecife que va de la isla de León (hoy San Fernando) a Cádiz, era uso de los carruajes, cuando estaba baja la marea, dejar el piso duro de la carretera por el blando de la playa, por lo cual iban pegados al límite del agua, atravesando con frecuencia las olas por debajo de las ruedas. Desde allí se descubre largo espacio de mar, y cabalmente el lugar donde entonces mismo estaba dándose la acción de recordación tan funesta, aunque a la par gloriosa.
      Divisamos a lo lejos, bien que algo envueltos en nieblas, buques de la Armada. La tarde estaba serena, pero no despejado el horizonte; la mar sin gran movimiento, y el sol, ya declinando, pero todavía distante del ocaso, ni brillaba con toda su luz, ni estaba oculto por nubes. Nos pareció que había humo cerca de los buques; pero a tanta distancia era imposible distinguir qué era humo y qué era niebla.
      Llegamos por fin a Cádiz; era por la tarde. Pasé a casa de un amigo, y no bien había entrado cuando, viniendo otro que lo era de ambos, sin reparar en mi presencia, gritó: <<Subamos a la torre, porque la de vigía ha hecho señal de combate a la vista>>. Inútil era el disimulo, porque yo había oído el terrible anuncio; y así, corrimos todos a la torre, siendo la de la casa en que estábamos una de las más altas y más espaciosas entre las muchas que tienen las casas particulares de aquella ciudad, a la cual sirven de especial adorno vistas desde lejos.
      Las numerosas torres de Cádiz, y hasta las azoteas, desde las cuales algo del mar puede descubrirse, estaban atestadas de gente, de ésta gran parte armada de anteojos de larga vista, instrumento muy común en los gaditanos, para quienes es registrar el mar y las naves que le surcan agradable y constante recreo. Seguía sereno el tiempo, si bien con algunas, pero no claras, señales de cercana borrasca. De la escuadra se veía poco, porque la envolvía, hasta ocultarla, una espesa nube de humo. Pero en las claras hubo de aparecer algún navío desarbolado, dando claro indicio de haber sido recio el combate, pues el viento, hasta entonces manso, y la mar poco o nada picada, no podían haber causado tales averías. De súbito una vivísima llamarada iluminó el mar próximo al horizonte; vióse entre la luz como la figura de un navío, y desapareciendo al momento la espantosa claridad, un tremendo estampido vino muy en breve a anunciar que un navío se había volado. Aun en los indiferentes, si alguno lo era del todo, hizo grande efecto tal espectáculo, mayor que en los demás en mí, como era natural; y con ello, y con ir oscureciendo, bajamos inquietos o afligidos de la torre.
      Cerró la noche, que lo fué de horrorosa incertidumbre, y no sólo para los inmediatamente interesados en la suerte de los que iban en la escuadra, sino aun para lo general de las gentes, a quienes movía toda clase de buenos y nobles afectos, entrando en éstos el del patriotismo.
      Amaneció el día 22 con horroroso aspecto, cubierto el cielo de nubes negras y apiñadas, en cuanto permitía ver lo cerrado del horizonte, cayendo con violencia copiosa lluvia, bramando desatado el viento del SO., allí denominado vendaval, levantándose olas como montes que, según suele suceder en Cádiz en las grandes borrascas, rompían en la muralla con espantoso ruido, rociaban con su espuma los lugares vecinos, y hasta amenazaban con no leve peligro a la tierra y edificios contiguos a la orilla. Consonaba el horror y tristeza que causaba tal espectáculo con el efecto que producía en los ánimos la consideración de desventuras recién ocurridas. Porque, al asomar las gentes a ver la furia de la tempestad, descubría la vista cinco navíos de línea españoles, fondeados en lugar muy inseguro por no haberles permitido el temporal tomar bien el puerto, desmantelados en gran parte; en suma, mostrando señales de la dura pelea que en el día inmediatamente anterior habían sustentado. También aparecía uno que otro navío francés. A más distancia, cuando rompía a trechos y por cortos instantes la espesura de las nubes el furioso viento, se divisaban aquí y allá más navíos, de ellos algunos desarbolados, sin vérseles la bandera, luchando con las olas, y no pudiendo saberse ni quiénes eran ni cuál sería su suerte.
       No obstante ser peligrosa y aun difícil la comunicación por medio de embarcaciones pequeñas en tan recia marejada, pudo al fin irse a los navíos anclados. Entonces empezaron a divulgarse los pasados sucesos. El combate había sido terrible. Al principio no se suponía haber sido de éxito enteramente contrario a las naciones aliadas. Dábase por obra del temporal, sobrevenido de pronto, la vuelta al puerto de los navíos presentes en su boca. En ellos (en el Príncipe de Asturias) venía el general Gravina herido gravemente; pero, según se afirmaba, no de peligro sumo, a lo menos no de peligro inmediato. En el navío Neptuno (otro de los allí presentes) yacía sin conocimiento su comandante, el brigadier don Cayetano Valdés, heroico no menos que lo había sido en el combate del 14 de febrero, ocho años antes, y ahora, sobre herido, atolondrado po haberle caído una pieza gruesa del aparejo sobre la cabeza. De otro navío, también de los venidos del combate, se supo haber muerto su comandante Alcedo. En cuanto a los demás de la escuadra, no a la vista, se ignoraba la suerte de cada navío y la de las personas que llevaban. Hay que añadir que esta incertidumbre duró días, pues hasta el 31 de octubre no supe yo la muerte de mi glorioso aunque desdichado padre.
      Numerosísimo gentío poblaba el muelle. Ni la inclemencia del tiempo impedía que personas aun de las clases superiores y acomodadas y de ambos sexos acudiesen a ofrecerse a los heridos, solicitando a competencia llevárselos a sus casas para su cura y regalo. Fué aquélla la primera ocasión en España durante dilatados años en que se notó lo llamado espíritu público, o digamos tomar parte y aun empeño los individuos privados en un suceso público, en interés por personas con quienes no tenían relaciones de clase alguna. Ni se descuidaba el gobierno. Activo como siempre, Solano había acumulado en el muelle todos cuantos medios de transportar heridos o enfermos tenía Cádiz, en este punto no muy ricos: sillas de manos, que eran entonces allí más que los coches; calesines incómodos, parihuelas. Manifestábanse los gaditanos si no arrepentidos de anteriores injusticias, deseosos de repararlas, porque el mal éxito del combate del cabo de San Vicente (el del 14 de febrero de 1797) los había movido a juicios de desatinada severidad contra nuestros marinos, víctimas en aquel caso de la impericia y rivalidad necia de dos generales, cuando en la ocasión de que voy ahora aquí hablando, venidos a mejores pensamientos, honraban el valor y sacrificios de aquellos mismos a quienes había sido adversa la fortuna.

domingo, 5 de junio de 2016

I. La escuadra, en Cádiz

 

     En el año 1805, España había vuelto a entrar en guerra con la Gran Bretaña, gracias al atentado en plena paz cometido contra cuatro fragatas españolas. Aun los poco adictos a la alianza francesa, que eran y aun puedo decir éramos, a la sazón muy pocos, aprobamos una guerra venida a ser inevitable, si bien censurábamos la desacertada conducta que había dado, si ya no razón, motivo al insulto hecho a nuestra bandera.
     Cádiz fue uno de los puntos en que más se sentía la guerra, limitada a los mares y costas, aunque sus efectos aun en el interior se sintiesen, pero siendo casi nada conocidos. En el mar vecino, a vista de los gaditanos, solía ondear orgullosa la bandera enemiga, a la cual rara vez las aliadas marinas francesa y española se resolvían a hacer frente, reconociendo en ella superior poder debido a circunstancias favorables a una nación, por necesidad y por afición nacida de la necesidad, en alto grado marinera. No se contentaban los ingleses con insultar en cierto modo a Cádiz con su presencia, sino que trataban de dar un duro golpe a las escuadras surtas en el puerto. Las que en septiembre y octubre llenaban la entonces espaciosa bahía eran un tanto numerosas, pero estaban nada bien pertrechadas y mal tripuladas. Sin embargo, reinaba confianza en que, si los ingleses intentaban caer sobre ellas forzando la entrada del puerto, saldrían de su empresa desairados y malparados. Si en los días lejanos del reinado de Felipe II el conde Essex había ganado a Cádiz y saqueádola, en tiempo de harto menos poder para la monarquía española los esfuerzos de las armas británicas contra tan importante punto habían salido vanos. En la decaída España de principios del siglos XVIII, las fuerzas inglesas de mar y tierra, después de ocupar las poblaciones abiertas de Rota y el Puerto de Santa María, se habían estrellado contra el fuertecillo de Matagorda, y embarcándose, no sin mengua, los que saltaron en tierra, retirándose en seguida sus navíos. En 1797, un bombardeo, cuyo objeto más era, al parecer, contra la escuadra que contra la plaza, había tenido poco efecto, reduciéndose a combates en que salieron con honra y ventaja nuestra lanchas cañoneras, siendo de notar que mandaba en esta ocasión las fuerzas agresoras Nelson, cuya fama estaba en sus comienzos, pero cuyo arrojo, ya probado en el combate del cabo de San Vicente, era fianza y seguro vaticinio de su futura gloria. En 1805 el mismo Nelson, ya con la dignidad de Lord y con el crédito que le daban su gran victoria de Aboukir o el Nilo, y su menos claro triunfo de Copenhague, del cual, sin embargo, sacó partido no inferior al que si hubiese sido vencedor podía haber alcanzado; aguijoneado por una ambición noble pero excesiva, por un patriotismo mezclado con odio rencoroso a Francia y por un orgullo nunca enfrenado por la prudencia, de que carecía, y despechado de no haber acertado con las escuadras de sus contrarios, a los cuales había perseguido con actividad pasmosa, pero no con feliz fortuna, venía a ponerse sobre Cádiz con el proyecto declarado de buscar dentro del puerto a sus enemigos, y allí combatirles a todo trance. Por nuestra parte, nos preparábamos a la resistencia con igual ardor, ayudando a la defensa de los navíos las baterías de la costa y ciudad de Cádiz, y numerosas cañoneras.
     Gobernaba a la sazón a Cádiz y Andalucía el general don Francisco Solano, marqués de la Solana por su mujer, y que después heredó de su padre el título de marqués del Socorro, que llevaba en el día de su trágica muerte, en que se hizo notable por su extraordinaria fortaleza. Era Solana un general por otro estilo que los que entonces contaba España, de alta y aventajada estatura, lleno de carnes, de expresiva figura, de presencia marcial, sediento de gloria, no corto de instrucción y aun con algo de literato; finísimo de modales, donde aparecían sus pensamientos de caballero vestidos con la cultura moderna; bastante teatral en sus actos, así militares como civiles; más de militar francés que de español; activo a menudo con exceso, lo cual le movía a obrar en todo más de lo necesario, frecuentemente con alguna precipitación, y no siempre con tino; hombre, en suma, digno de aprecio, y dueño de él y de buen afecto, sobre todo entre las personas ilustradas y de alta y mediana esfera. Había militado por breve plazo en los ejércitos republicanos franceses, y, si no me es infiel mi memoria, al lado del célebre general Moreau. Así es que cuando este afamado guerrero vino a Cádiz, de paso para los Estados Unidos, adonde le enviaba desterrado Napoleón, Solano, a pesar de no ser contrario del novel emperador francés, se esmeró en obsequiar al ilustre proscripto, traspasando tal vez en sus atenciones los límites de la prudencia. Solano había sucedido al no menos nombrado don Tomás de Morla, sujeto muy de otra clase, y en sus singularidades muy distante de estar falto de talento. Pero aunque Morla era militar instruido, y oficial facultativo de la mejor nota, era su sucesor más soldado, siendo además el mérito de este último el entusiasmo de que el otro carecía. Dióse, pues, Solano a multiplicar y ensayar medios de defensa, así de la plaza de Cádiz y la vecina costa como de las escuadras de que las fortalezas de tierra eran amparo, en adición al que les daban sus cañones. Volvíase todo revistas, simulacros (voz hasta entonces no oída en España, si no es tratándose de templos y aras de falsos dioses), y probar cañones para cerciorarse del alcance de los fuegos. A todo acudía solícito el general, fastuoso en sus alardes, sin descuidar por esto el gobierno civil, pues, al revés, era amigo de fiesta y de mejores materiales.
    Entretanto, las escuadras seguían en su fondeadero, si amenazadas, con harta probabilidad de rechazar a un agresor temerario. Más de treinta navíos de línea, ondeando en unos la bandera tricolor, en otros la amarilla y encarnada, poblaban la bahía gaditana, dilatándose su línea desde la boca del puerto, en el lugar llamado Berreadero, hasta las inmediaciones del arsenal de la Carraca. Allí apareció por última vez una numerosa escuadra de nuestra entonces ya decaída Marina, pocos años antes tan floreciente, a lo menos a primera vista y por el indudable mérito de muchos de nuestros oficiales, si bien cuerpo de más viso que robustez, por faltarle el elemento de una buena y numerosa marinería, y estar fuera de proporción con la marina mercante.
     Mandaba, como es sabido, la escuadra combinada el almirante francés Villeneuve; valiente en la pelea, tímido e irresoluto en el consejo, no sin razón persuadido de la ventaja que a los suyos y a los nuestros llevaban los ingleses, y desaprobador de los planes de su emperador, por lo cual tenía como general el grave inconveniente de ser ejecutor de lo que desaprobaba.
     Menudeaban los consejos de generales a bordo. La escuadra inglesa estaba a la vista como desafiando a sus contrarios. Aun no había llegado a tomar de nuevo el mando de ella Nelson, quien no mucho antes había pasado a Inglaterra por pocos días; pero su llegada era dada por varios como hecho ya ocurrido, y por los demás como cercano. Se sabía o se suponía que Napoleón ansiaba por que sus marinos probasen sus fuerzas con la de los odiados isleños en combate.
     A un Consejo de guerra celebrado para decidir si habría o no de salirse a la mar en busca del enemigo, fueron convocados dos brigadieres, uno de los cuales era mi padre don Dionisio, a la sazón próximo a recibir la faja de jefe de escuadra por haber sido novísimamente nombrado comandante general de pilotos, así como por sus antiguos, señalados y mal premiados servicios; hombre, en fin, a quien me es lícito calificar de varón ilustre, pues tal le juzgaban sus contemporáneos. En el Consejo de guerra quedó resuelto que las escuadras no saliesen, y a tal resolución contribuyó como quien más mi padre, cuya opinión era, y en aquel caso fué, que empeñándose un combate general era probabilísimo fuese de los enemigos la victoria, siendo grande la probabilidad contraria si se arrojaba Nelson a embestir con los nuestros en el puerto.
     Estando así las cosas, en el 18 de octubre hube yo de salir para Chiclana con mi familia, siendo el objeto de nuestro viaje mirar por la salud de mi madre, a quien aconsejaban los médicos pasar una temporada en el campo por estar convaleciente de una grave enfermedad, sobre sus achaques y padecimientos grandes y continuos. Hicimos el viaje por agua, llevándonos mi padre en su bote, y, llegados, se despidió asegurando que volvería dentro de tres o cuatro días pues era seguro que no saldría la escuadra. Despedida fué, que apenas lo era, por ser separación por breve plazo y a corta distancia, pero que vino a serlo de aquellas que sólo en mejor vida terminan, si es que las almas igualmente felices pueden renovar los lazos que las unieron en el mundo.

sábado, 4 de junio de 2016

Lo próximo


Las tres siguientes entradas del blog las dedicaré a transcribir Cádiz en los días del combate de Trafalgar, el segundo capítulo de la autobiografía Recuerdos de un anciano, de Antonio Alcalá Galiano. Si quieres conocer cómo se vivió en la bahía gaditana aquel enfrentamiento, así como descubrir algunos de sus entresijos, te recomiendo su lectura.