lunes, 13 de noviembre de 2017

Lugares comunes

    

     Viendo Siete psicópatas —ya sabes, esa comedia negra en la que Christopher Walken lleva un pañuelo al cuello tipo cravate— tomo algunos apuntes culturales. Sam Rockwell acaba de echarle en cara a Colin Farrell su afición a la bebida, recordando por el camino su ascendencia irlandesa, y entonces sigue un breve intercambio. Empieza Rockwell:

         —Los españoles tienen los toros. Los franceses el queso. Y los irlandeses tienen el alcoholismo.
         —¿Y los americanos?
         —La tolerancia.

      La película, escrita por el director irlandés Martin McDonagh, está inmersa en la cultura americana y comparte su sensibilidad, lo que me permite hacer una pequeña reflexión sobre la imagen popular de España en este país. Mi impresión es que, en Estados Unidos, no existe una imagen de España propiamente, no como pueda haberla de otras sociedades europeas, como la francesa o la irlandesa. Observo que hay fragmentos típicos, casi siempre de antigüedad notable, que componen una figura difusa, difícil de distinguir en la práctica de las nociones que allí se manejan del ámbito cultural hispano.
      Se dirá que, en lo que toca a Francia e Irlanda, el diálogo de la película también emplea tópicos gastados, y es verdad. Pero luego ésta va más allá, ofreciendo en su desarrollo una fotografía, si no plena de detalle, ciertamente más entera de los mismos. Primero, en la conversación se encuentran varios lugares comunes: los españoles son valientes, pero primitivos; los franceses, exquisitos pero blandos; los irlandeses, depresivos (luego se añadirá, de forma indirecta, el rasgo de la entereza) y los americanos, bromistas, pero tolerantes. El chascarrillo que guarda el último comentario, dada la visión menguada de otras sociedades que el supuestamente comprensivo personaje de Rockwell ofrece, indica que el director no quiere hacer de menos a ninguna de ellas. Son sólo clichés, expresados por boca de un americano irrespetuoso y poco informado. Pero la nota es significativa, en lo que a estas tres culturas se refiere, cuando se contrasta con lo que luego podemos escuchar.
      Así, más tarde, Rockwell dice, en una alusión metafílmica, “¿Ahora estamos haciendo cine francés?”, para señalar el filme pausado, artístico, que la película propone ser por un momento, justo el tipo de película que el guionista interpretado por Colin Farrell querría escribir. A esta noción cultural debe añadirse el artículo de moda, la cravate que Christopher Walken luce durante todo el metraje, que ayuda a presentarlo ante los demás como un arquetipo de cortesía y buen gusto. Francia aparece, de este modo, como un referente estético y aun ético, como una presencia consolidada en la conciencia visual de los americanos. En cuanto a los irlandeses, no obstante la alusión a la bebida, están representados por Farrell, uno de los protagonistas, que además está escrito para que simpaticemos con él. A esto se suma la referencia a la tradición policial de los irlandeses en EE. UU., notable en algunas ciudades como Nueva York. Es un comentario que revela conocimiento de su pasado migrante, así como gratitud por su voluntad de integración y de servicio a la comunidad. Un último dato a añadir sería el de la lucha centenaria de ese país con Inglaterra, también mencionada, que no sólo sitúa a Irlanda histórica sino también espacialmente, figurada y literalmente en el mapa.
      De este modo, tanto en el caso de Francia como en el de Irlanda, es posible encontrar un rastro narrativo, con hitos culturales que favorecen la identificación, el reconocimiento de sociedades distintas a la propia americana. Es por omisión que la película ofrece un testimonio de que esto no ocurre en el caso de España. En lo tocante a nuestro país, la ignorancia es llamativa, si se piensa que el filme se desarrolla en Los Ángeles. Ni el origen hispano de la ciudad, ni la continuada presencia mexicana en la región, ni la multitud de vocablos castellanos que salpican el terreno, parecen conectar con España. Quizás sea por un caso de mala conciencia, que impide a los angelinos mirar más atrás de 1848, año en el que California fue tomada a México tras una guerra de expansión territorial. En cualquier caso, nada se añade a ese “Los españoles tienen los toros”, rasgo nuestro sin duda, pero tan poco clarificador por sí mismo como pueda serlo el indicar que los americanos tienen los cowboys. Sobre todo cuando aquí el interés por los toros disminuye, según las estadísticas. Si al menos hubieran elegido el fútbol... De este modo, la película queda como un ejemplo sugerente de la práctica invisibilidad de España en los Estados Unidos, como mínimo en lo que al cine de este país se refiere.

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